En el principio, cuando cielo y tierra eran uno, Izanagi e Izanami danzan sobre el puente celestial creando las islas del Sol Naciente. De esa unión divina surge la diosa Amaterasu, el Sol, cuyo brillo da origen a la línea sagrada del Emperador, considerado descendiente directo de los dioses.
Así nace una civilización donde el arte, la religión y el poder político son una misma energía.
El color dorado representa la luz celestial, el poder del sol y la pureza espiritual; el rojo, la fuerza vital, la protección contra el mal y el renacimiento. Ambos colores se vuelven símbolo del Japón eterno: desde los templos shinto y los lacados imperiales, hasta la bandera nacional que aún hoy encarna la energía solar de Amaterasu.